Sorprende, sin duda, la falta de una doctrina judicial uniforme en relación a la cuestión de las medidas cautelares. Pues unas resoluciones hablan de la necesidad del fumus boni iuris y otras la niegan. Algunas insisten en la falta de carácter excepcional de las medidas cautelares y otras afirman lo contrario. Unas últimas reconocen la necesidad de asegurar el resultado legítimo del proceso y otras -incluso recientes- insisten en el “perjuicio de difícil e imposible reparación” del artículo 122 de la LJCA de 1956.
Este conjunto -más bien cacofónico que sinfónico- nos exige efectuar algunas reflexiones previas que procuraremos basar, esencialmente, en el buen sentido.
Y, para ello, nos explicaremos en los subapartados que siguen
A) Las medidas cautelares deben aplicarse con respeto al principio de legalidad y, por tanto, con neutralidad.
La suspensión del acto administrativo, al amparo del artículo 122 de la LJCA de 1956, obedecía a ponderar la concurrencia de dos intereses primordiales: por un lado, los daños y perjuicios de reparación difícil o imposible; de otro el interés público. Así se ha dicho:
“Los dos criterios mencionados aparecen en nuestro ordenamiento jurídico: la Exposición de Motivos de la Ley Jurisdiccional advierte que se debe ponderar ante todo la medida en que el interés público exija la ejecución y el artículo 122.2. de la propia ley señala que procederá la suspensión cuando la ejecución hubiere de ocasionar daños o perjuicios de reparación imposible o difícil. Interés público, por una parte, y perjuicios, por otra, son, pues, los dos conceptos que armonizados, determinarán la procedencia o improcedencia de la suspensión”. (A.T.S. III de 21 de septiembre de 1991).
En el mismo sentido los A.A.T.S. III de 4 de junio de 1989, 1 de junio de 1990 y 4 de junio de 1991.
Estos principios han sido abandonados por la Ley de 1998, pues son claros los términos de su Exposición de Motivos:
“5. De las disposiciones comunes sobresalen la regulación de la medidas cautelares. El espectacular desarrollo de estas medidas en la jurisprudencia y la práctica procesal en los últimos años ha llegado a desbordar las moderadas previsiones de la legislación anterior, certificando su antigüedad en este punto. La nueva Ley actualiza considerablemente la regulación de la materia, amplía los tipos de medidas cautelares posibles y determina los criterios que han de servir de guía a su adopción”.
Partiendo de cómo debe ser, veamos como es. Esto es: ¿Que corrientes doctrinales encontramos en este caudal de resoluciones al que nos hemos referido en la introducción?:
1) Resoluciones progresivas en relación a la ley de 1956, incorporando esencialmente la doctrina del Caso Factortame y las previsiones de la Constitución de 1978 que suponen, como es evidente, una modificación normativa ingente, para pasar de un Estado totalitario, cuya evolución comenzó, precisamente, alrededor de las fechas en que se promulgó la primera LJCA, a un Estado liberal- democrático.
2) Resoluciones que desarrollan plena, justa y razonablemente la doctrina comunitaria y constitucional y, además, la Ley de 1998..
3) Doctrinas retrógradas en las que se sigue invocando no ya el espíritu de la ley de 1956, sino, literalmente, los términos del artículo 122 de aquella disposición, entendiéndolos, además, en sentido más restrictivo que el que permitía la EM de la propia Ley de 1956.
Pues bien, intentando constreñirnos a las resoluciones que se encuentran en el caso 2, podemos establecer ciertos puntos respecto a las normas referentes a las medidas cautelares:
- Las medidas cautelares no son excepcionales. Por lo tanto, siempre que se den los supuestos legales que permiten su adopción, generan un derecho subjetivo a las mismas.
Por ello, la Ley de 1998 omite la formulación de la regla de carácter no suspensivo del recurso. No hay en los artículos 129 a 136 LJCA nada parecido a la formula consagrada en el art.122 de la Ley de 1956 o a lo que, para el recurso administrativo, establece hoy el art.111 de la Ley de Régimen Jurídico de la Administración del Estado y del Procedimiento Administrativo Común (LRJPAC).
Y esa impresión la confirma el apartado ya trascrito de la EM de LJCA y las SSTSJ Madrid, Sección 2ª, de 12 de enero y 18 de mayo de 2001:
“Según tiene declarada la jurisprudencia mas reciente la adopción de medidas cautelares que permitan asegurar el resultado del proceso no debe contemplarse como una excepción…, se infiere en lo que ahora interesa, que el proceso contencioso-administrativo ha sido configurado … con la finalidad de que la tutela judicial se haga efectiva no solo mediante la anulación del acto o disposición, sino también según la acción que haya sido ejercitada, mediante el restablecimiento de la situación jurídica individualizada. Se trata pues, de que el proceso posibilite en todo caso la “mayor efectividad de la ejecutoria” -artículo 105.2- y, a ser posible que la sentencia que ponga fin al mismo -caso de haberse formulado pretensión de restablecimiento y ser estimatoria- sea “en sus propios términos” ejecutable. La indemnización de daños y perjuicios se configura legalmente como una forma de restablecimiento subsidiaria, en el sentido de que solo si no es posible la ejecución de la sentencia en sus propios términos se sustituya por una indemnización pecuniaria. Este es el marco jurídico donde procede situar y deben contemplarse las peticiones de medidas cautelares y suspensión de la ejecución de actos administrativos o disposiciones generales”.
- En segundo lugar, ha de aplicarse la ley que está vigente, no la que ha sido derogada y expresamente abandonada; es decir: ha de respetarse el principio de legalidad. Pero esto, que resulta tan claro, parece que no lo es en la práctica; puesto que no solo se aplica conceptualmente la ley antigua -lo que resultaría igualmente ilícito- sino que se invocan y aplican los términos de las antiguas disposiciones. Esa práctica, incompatible con el principio citado, ha de ser rechazada.
- En relación a las medidas cautelares, el criterio de la Administración pública no es prevalente, ni directa, ni indirectamente -a través del acto cuya suspensión se pide-: ha de ser contrastado en sus bases y en sus efectos, de la forma que veremos a continuación.
En pocas palabras, la resolución ha de incorporar el principio de neutralidad.
B) El principio de legitimidad de la medida cautelar interesada.
Ha sido en la elaboración jurisprudencial de esta jurisdicción donde se ha desarrollado de forma mas técnica y moderna el principio de apariencia de buen derecho -fumus boni iuris-, como circunstancia causalmente legitimadora de la suspensión del acto administrativo, incorporando al ordenamiento español la doctrina elaborada por el Tribunal de Justicia de las Comunidades Europeas, recogida, inicialmente, en la sentencia de 19 de junio de 1990 (Caso Factortame):
“Es necesario recordar también que esta fuerza expansiva del citado artículo 24 C.E. y su eficacia rompedora de toda irrazonable supervaloración de los privilegios administrativos como el de la presunción de validez de los actos de la Administración, viene impuesta hoy por ese principio general del derecho comunitario que aluden las Conclusiones del Abogado General de la sentencia Factortame del Tribunal de Justicia de Luxemburgo, de 19 de junio de 1990, principio que implícitamente hace suyo el propio Tribunal y que se resume en que la necesidad del proceso para obtener razón no debe convertirse en un daño para el que tiene la razón.”(ATS III de 20 de diciembre de 1990).
Doctrina que fue, luego, seguida y confirmada por la STC de 20 de abril de 1993 y por los Autos de la Sala III del Tribunal Supremo de 31 de julio de 1991, 25 de enero de 1992, 24 de enero de 1994 y SSTS III de 27 de enero de 1992, en términos bien claros:
“En una nueva exégesis del art. 122.2 de la citada Ley para acomodarlo al art. 24 de la Constitución, ha de afirmarse como una derivación del derecho a una tutela judicial efectiva el derecho a una tutela cautelar, por fuerza del principio de derecho que se resume en que “la necesidad del proceso para obtener razón no debe convertirse en un daño para el que tiene la razón”, y que esta tutela cautelar a fin de evitar la frustración de la sentencia final, ha de otorgarse al que en principio ostente el fumus boni iuris, es decir la apariencia de buen derecho …La meritada sentencia …traslada al recurrente la apariencia de buen derecho que le confiere el de obtener una tutela cautelar eficaz, que en este caso no puede ser otra que la de suspender su ejecutividad en tanto dure la pendencia del proceso en que son impugnados, ya que en caso contrario, la obtención futura y dilatoria del reconocimiento de su presunta razón no le supondría una entera satisfacción de sus legitimas pretensiones, por más que posteriormente, fuese resarcido de sus daños y perjuicios”(ATS III de 24 de enero de 1994).
A pesar de ello, se ha llegado a discutir si el principio comentado- que es general a todas las medidas cautelares- resulta operativo en la vía contenciosa administrativa. Llegándose a decir - STSJ Comunidad Valenciana. Sección 2ª, de 6 de febrero de 2001- que “tal principio no se aplica en esta jurisdicción, habida cuenta de que el art. 124.2 del Proyecto de la LJCA decía que “la adopción de medidas cautelares podrá acordarse cuando exista dudas razonables sobre la legalidad de la actividad administrativa de que se trata” y dicho texto no consta incorporado a la LJCA 1998”.
No se puede compartir esa teoría; ya que es patentemente contraria, primero, al derecho comunitario, luego a la doctrina constitucional y, por último, a un sistema abierto de adopción de medidas cautelares. En ese régimen -muy distinto al de la Ley de 1956, que no preveía más que un solo tipo de medida cautelar-lo que se pide solo tiene eficacia en relación a lo que, prima facie se tiene derecho a obtener. Esto es: en este recurso, como en cualquier otro contencioso administrativo, solo se puede pedir cautelarmente lo que “legítimamente” se tiene derecho a obtener en la sentencia que lo resuelva como, por otra parte, anticipan los artículos 129.1 y 130.1 LJCA.
Dejaría de ser la petición de la medida cautelar un cauce normal, o no excepcional de alcanzar la tutela judicial efectiva, si se acordaran como medidas cautelares todas las solicitadas o ninguna. La discriminación entre lo que se otorgue y lo que se deniegue habrá de ser discrecional o jurisprudencial, en su mejor sentido, y naturalmente, derivara del fumus boni iuris; o sea, de que “legítimamente” se pueda obtener el efecto de esa medida cautelar en la sentencia que ultime el proceso.
Por esa razón, el principio de apariencia de buen derecho se recoge en abundantes resoluciones, dictadas tras la promulgación de la Ley de 1998:
“El primer requisito para que pueda acordarse una medida cautelar es la apariencia de buen derecho de la pretensión” (SSTS III de 12 de diciembre de 2001, 25 de febrero, 30 de mayo y 5 de octubre de 2002).
“Es procedente recordar que es jurisprudencia consolidada (Auto del Tribunal Supremo, entre otros, de 20 de diciembre de 1990, 10 de noviembre de 1992 y 14 de marzo de 1994 y Sentencia del Tribunal Constitucional de 29 de abril de 1993) la que permite tener en cuenta, al valorar la procedencia de medidas cautelares, el criterio del fumus boni iuris, de manera que en los casos que la nulidad postulada aparezca como algo ostensible y aparente o la apariencia de buen derecho del recurrente sea palmaria y manifiesta podría resultar justificada una suspensión basada en la misma…(Sentencias del Tribunal Supremo de 7 de octubre de 1999, 5 de junio de 2000 y 21 de enero de 2002)” (STSJ Castilla y León de 29 de octubre de 2004).
“El supuesto de medidas cautelares afectantes a la actividad urbanística, tanto de planeamiento como de gestión, la prevalencia y primacía del interés público y general que conlleva alcanza una mayor intensidad que en otros casos, de modo y manera que solo cuando aparezca de modo manifiesto y grosero la vulneración del ordenamiento y de la normativa urbanística procederá la suspensión, si así se advirtiese; la defensa del interés público, estaría precisamente en la protección de la normativa aplicable, lo que se conecta con la doctrina del fumus o apariencia de buen derecho” (STSJ Castilla-La Mancha de 17 de enero de 2005).
Las sentencias dictadas y la jurisprudencia en general, ha insistido, finalmente, en la aplicación del citado principio de apariencia de buen derecho, a pesar de las consideraciones sobre el proyecto de la LJCA de las que hemos hablado, por tres razones:
- En primer lugar porque corresponde a doctrina constitucional y comunitaria, que está por encima de la propia Ley de 1998.
- En segundo lugar, porque en el Senado se tuvo en cuenta que las medidas cautelares y la suspensión, por consiguiente, no pueden descansar únicamente en la apariencia de buen derecho, imponiendo la Ley, además, el contraste del interés público al que aludiremos luego. (Así aparece en Actualidad Administrativa 2001-2 en La Suspensión de Ejecución del Acto Administrativo en la Ley Jurisdiccional de 1998, pág. 186, por Juan Lorenzo de Membiela).
- Y, en tercer lugar, porque tanto en esta jurisdicción, como en la civil, el principio analizado, como el de periculum in mora, son construcciones jurisprudenciales, referentes al caso concreto, asumidas expresamente, como hemos visto, por el apartado VI.5 de la EM de la LJCA 1998, cuando se refiere “a la jurisprudencia y a la práctica procesal de estos últimos años””.
La aplicación de este principio de apariencia de buen derecho se realiza en tres fases:
1.-En primer lugar, ha de comprobarse que la medida cautelar forma parte de la tutela judicial efectiva solicitada. O, como dice la LJCA -a imagen de lo dispuesto por el art.56 de la Ley Orgánica del Tribunal Constitucional (LOTC)- debe estar enfocada a asegurar el efecto útil de la sentencia o sea: a obtener su ejecución en sus propios términos; de modo que la ejecución del acto administrativo no haga perder al recurso su “finalidad legitima”, que son los efectos directos que a la demanda corresponden, de acuerdo con la Ley.
Ello equivale a decir que, si la medida cautelar solicitada no se refiere a alguno de los efectos legítimos que puede alcanzar la demanda ha de rechazarse. En caso contrario, ha de proseguir el análisis, para la aplicación del principio que estamos analizando, en una segunda fase.
2.-1.-En esta segunda fase, el operador jurídico que ha de resolver “ha de verificar la apariencia de que el demandado ostenta el derecho invocado con la consiguiente probabilidad de verosímil ilegalidad de la acción administrativa” (STC 148/1993, de 29 de abril), teniendo en cuenta las siguientes reglas:
“En los incidentes de suspensión no se puede entrar en el fondo del asunto, sin perjuicio obviamente de que se pueda alegar y razonar sobre la ilegalidad o nulidad del acto que sea manifiesta o apreciable a primera vista” (STS III de 4 de diciembre de 2001)
Y:
“Para la obtención de la suspensión no se exige la evidencia de que quien la solicita tenga indiscutiblemente la razón, sino solo que ostente o disfrute de una apariencia de buen derecho o de un fumus boni iuris (que es suficiente en un proceso cautelar para conseguir la medida instada)” (STS III 11 de diciembre de 2001).
“La medida cautelar debe ser decidida sin pronunciarse sobre la cuestión de fondo que ha de constituir el objeto de valoración y decisión en el proceso principal, pues de lo contrario, se prejuzgaría dicha cuestión, con el posible riesgo, a evitar en lo posible, de que por amparar el derecho a una efectiva tutela judicial se vulneraría otro derecho, también fundamental y recogido en el art. 24 CE, cual es el derecho al proceso con las garantías debidas de contradicción y prueba” (ATS III de 22 de marzo de 2000)
“La apariencia de buen derecho (fumus boni iuris), como causa de suspensión del acto recurrido, precisa que concurran dos requisitos: una apariencia razonable de buen derecho en la posición del recurrente y una falta de contestación seria de la Administración que no destruya aquella apariencia. Para apreciar el requisito de la apariencia de buen derecho debe de existir en las actuaciones datos relevantes que la justifiquen, sin necesidad de hacer un análisis en profundidad de la legalidad del acto impugnado (SSTS 17 de octubre de 1995 y 4 de marzo de 1996)” (ATS III de 8 de junio de 1999).
En resumen, el Tribunal, a la vista de los documentos presentados y de las alegaciones de las partes, como únicos elementos de juicio, no determina que indudablemente tenga razón el actor, sino que puede tenerla. Llevar más lejos la exigencia de presunción o de apariencia de buen derecho equivale a prejuzgar el recurso. Y eso- como es ilícito- no puede exigirse al operador jurídico que ha de resolver. Todavía resultaría peor exigir al recurrente que llevara esa convicción al juzgador y obligar, sin embargo, a este a no expresarla, para no revelar que se ha prejuzgado el proceso; en tal caso, a lo que es jurídicamente ilícito se sumaría otro ilícito moral: la hipocresía.
3.- Además, el operador jurídico ha de comprobar si se da alguno de los supuestos que determinan la aplicación especial del art.136.1 LJCA.
Hasta ahora, la especialidad cautelar contenciosa de la nulidad de pleno derecho, que determina, en vía administrativa, la suspensión del acto -ex art. 111.2 (LRJPAC)- era exclusivamente una elaboración jurisprudencial; pues, como dice la STS III de 28 de enero 2002, la nulidad de pleno derecho puede legitimar la medida cautelar de suspensión, siempre y cuando “de una manera terminante, clara y ostensible se aprecie la concurrencia de una de las causas de nulidad de pleno derecho previstas en nuestro ordenamiento”. Y, en idéntico sentido, se pronunciaron los Autos de la Sala III de 15 de julio de 1988, 21 de marzo de 1989, 6 de febrero de 1991 y 17 de enero de 1995 y la STS III de 12 de diciembre de 1994).
Pero, a partir del bienio 1998-1999, los artículos 29, 30 y 136 LJCA categorizan y dan estado legal a estos supuestos.
En primer lugar, la “vía de hecho” se matiza en términos mucho más precisos que los empleados por la jurisdicción civil para resolver los interdictos planteados contra la Administración pública, que -por falta de competencia funcional y especialización de la jurisdicción civil- se referían, para estimar la vía de hecho, a la carencia absoluta de procedimiento administrativo. Ahora, la EM de la Ley de 1998 precisa que “lo que realmente importa… es asegurar el exacto sometimiento de la Administración al derecho en todas las actuaciones que realiza en su condición de poder público”, por tanto, la vía de hecho se define como “las actuaciones materiales de la Administración que carecen de la necesaria cobertura jurídica”.
Esa doctrina se precisa además por la jurisprudencia, en los siguientes términos:
“El propio legislador califica el recurso contra este tipo de actuaciones materiales como “una novedad destacable” y lo define como aquel recurso mediante el que “se pueden combatir aquellas actuaciones materiales de la Administración que carecen de la necesaria cobertura jurídica y lesionan derechos e intereses legítimos de cualquier clase”, teniendo la acción que a través del mismo se ejercita “una naturaleza declarativa y de condena y a la vez, en cierto modo interdictal, a cuyo efecto no puede dejar de relacionarse con la regulación de las medidas cautelares” (STS III de 1 de junio de 2004).
“El alcance de la vía de hecho se extiende y limita a las siguientes posibilidades: 1. Actuación material que limite derechos del particular sin que previamente se hubiera adoptado la resolución que le sirva de fundamento jurídico -art. 93.1 de la Ley 30/1992-. Y 2. Actuación material sustentada en acto administrativo invalido esto es, que no puede prestar cobertura jurídica a dicha actuación” (SSTSJ Islas Baleares de 30 de septiembre de 2005).
“La doctrina señalada en lo que aquí interesa, califica las actuaciones que pueden dar lugar a constituir vías de hecho, pudiendo ser estas: a) irregularidades del “iter procedimental”, como carencia absoluta de procedimiento, vicios esenciales, entendiendo por tales aquellos tramites significados que identifican el procedimiento, y procedimiento distinto al previsto legalmente. b) irregularidades de la decisión previa, actuación material no precedidas del necesario titulo jurídico y c) irregularidades en la fase de ejecución por discordancia entre la decisión y ejecución material” (SJCA Valencia nº 2 del 12 de diciembre de 2006).
Llegados a este punto, resulta preciso abordar otra innovación del bienio 1998-1999: la caducidad del procedimiento administrativo.
La caducidad procedimental se introdujo en nuestro ordenamiento jurídico por la Ley de Enjuiciamiento Civil de 1881. El autor material del Libro II de esa Ley -como vocal ponente de la Sección 1ª de la Comisión General de Codificación-, fue el secretario judicial y magistrado del Tribunal Supremo D. José María Manresa Navarro, según consta en la orden de dación de gracias, inserta en la edición oficial de la Ley.
El Sr. Manresa, en sus Comentarios a la Ley de Enjuiciamiento Civil nos explica las razones de la novedad legislativa y en particular, en que consiste:
“La palabra caducidad, derivada del verbo caducar, significa en la acepción común el hecho de acabarse o extinguirse alguna cosa. En este mismo concepto se aplica en el foro a las acciones, derechos y obligaciones, para expresar que han perdido su existencia legal, o que no pueden ejercitarse aquellos ni exigirse estos por haber quedado sin valor ni efecto…y en el mismo sentido se aplica ahora a las instancias de los juicios para significar que quedan acabadas o extinguidas de derecho, si se abandonan o no se insta su curso por el tiempo que para cada una de ellas se fije en el art.411” (Obra citada, Tomo II pág.259, Edición 1905)
Cincuenta años después -en la madurez, pues, de la Ley Enjuiciedad Civil de 1881- el profesor Guasp nos explica también en que consiste la caducidad:
“La caducidad de la instancia ha de ponerse en relación con la noción más amplia de extinción del proceso que en otro lugar se expuso (supra, VI). Por extinción del proceso o del procedimiento entendemos toda conclusión o terminación anormal de este, es decir, toda conclusión o terminación producida sin que se haya obtenido su fin… a diferencia de la renuncia, desistimiento, allanamiento o transacción que son verdaderos actos jurídicos unilaterales o plurilaterales, de derecho material o de derecho procesal, la causa de la caducidad de la instancia no es un acto de ninguna clase, sino un hecho: el transcurso del tiempo sin la realización de actos procesales dentro de un proceso o procedimiento pendiente”.
La tercera nota de la caducidad es la de referirse al procedimiento en su conjunto en el sentido de que lo que caduca no es alguno o algunos de los actos singulares que lo componen. (D. Jaime Guasp Comentarios a la Ley de Enjuiciamiento Civil, págs. 1135-1136 Edición 1943).
Ambos autores representan muy bien los periodos inicial y medio de la doctrina civil de la caducidad. Una reciente Resolución de la Dirección General de los Registros evidencia, también, la persistencia y uniformidad de esa doctrina:
“La caducidad de la anotación preventiva…opera ipso iure una vez agotado su plazo…careciendo desde entonces de todo efecto jurídico” (RDGRN de 27 de diciembre de 2006).
En el año 1999, la Ley 4/1999 modificó la redacción de la LRJPAC, que pasó a ordenar:
“… Los procedimientos iniciados de oficio no susceptibles de producir actos favorables para los ciudadanos se entenderán caducados y se procederá al archivo de las actuaciones a solicitud de cualquier interesado o de oficio…en el plazo de 30 días desde el vencimiento del plazo en que debió -la resolución- ser dictada”
Este artículo modificado da lugar a la siguiente doctrina judicial:
“El legislador de la Ley 30/92 ha establecido una caducidad en la instancia y no una caducidad del derecho o la acción, esto es, el deber de actuar la competencia sancionadora de la Administración. Así se aplica en el orden jurisdiccional civil, y también se ha aplicado en temas de Seguridad Social, en la que se distingue entre la caducidad de la acción -cuyo ejercicio permanece vivo mientras no prescriba el derecho material que la sustenta- y de la instancia, como se ha dicho en numerosas sentencias del orden social” (STSJ Murcia de 26 de julio de 2000).
Hemos de preguntarnos que incidencia ha de tener la caducidad en la resolución sancionadora, cuando tal circunstancia ya fue denunciada en el expediente administrativo. En tal sentido, el Tribunal Supremo, interpretando el art. 63.3 de la Ley 30/1992, ha declarado en su sentencia de 24 de abril de 1999, en la que fija doctrina legal respecto del citado precepto, que la sanción administrativa impuesta fuera del plazo legalmente previsto para la tramitación del expediente administrativo no implica la nulidad de esta.
Tal doctrina ha llevado a esta Sala a entender que la caducidad del expediente no arrastraba la nulidad de la resolución sancionadora -salvo el supuesto de prescripción-, porque no se trataba de un término esencial. Ahora bien, la reciente orientación jurídica del Tribunal Supremo en la materia, así como la doctrina científica que ha prevalecido en la interpretación del art. 43.4 de la Ley 30/1992, nos obliga a cambiar, a partir de esta sentencia, lo que había sido el criterio que manteníamos en orden a la mencionada naturaleza de la caducidad y su incidencia en la resolución sancionadora. Y ello porque la Sala no puede desconocer una doctrina que se ha ido imponiendo lentamente, en el sentido contrario al que veníamos interpretando el precepto citado... Hemos de afirmar que el art. 43.4 de la Ley 30/1992, configura el plazo de caducidad como termino esencial que, una vez rebasado, conlleva ineludiblemente el archivo de lo actuado en el expediente, con la consecuente caducidad de la acción de la Administración (sic) para perseguir los hechos a través del expediente tardío. Y ello resulta del tenor literal del precepto al señalar “se entenderán caducados y se procederá al archivo de las actuaciones”. No da opción la Ley para continuar la tramitación del expediente una vez caducado, necesariamente ha de procederse al archivo de las actuaciones, lo que supone que el plazo de caducidad es esencial en la nueva Ley 30/1992 -cosa que aparece más clara en la modificación introducida por la Ley 4/1999-, ya que de la caducidad ha de derivar inevitablemente el archivo de lo actuado, siendo así no es de aplicación el art. 63.3 de la propia Ley que contempla el supuesto de términos legales no esenciales” (SAN VI de 2 de noviembre de 2000).
“El transcurso de los plazos propios de la caducidad…da lugar a la extinción del procedimiento con eliminación por tanto del deber de resolver -por ello se archivan las actuaciones, art. 99.1 LPA” (STS III de 17 de octubre de 1991).
“Pues en el sistema de la Ley de Procedimiento Administrativo el incumplimiento de plazo para resolver no implicaba la caducidad y en el sistema de la Ley 30/1992 expresamente se habla de caducidad y archivo de las actuaciones, no en el art. 92 relativo al archivo como modo de finalizar el procedimiento, sino en el precepto que habla del plazo para resolver.
Y tampoco puede pretenderse que la ineficacia de la caducidad se condicione a que se emita la resolución que la declare a instancias del administrado porque según el art. 43.4 de la Ley 30/1992 en su redacción originaria, dicha resolución también debía hacerse de oficio una vez transcurrido el plazo máximo para resolver” (STSJ Andalucía de Málaga de 12 de julio de 2001).
“Tal como esta misma Sala decía en la sentencia 221/2001, en el orden normativo, y de conformidad con el art. 43.4 Ley 30/1992 como en los procedimientos iniciados de oficio no susceptibles de producir actos favorables para los ciudadanos, la caducidad se produce de oficio o a instancia de cualquier interesado, en el plazo de 30 días desde el vencimiento del plazo en que la resolución debe ser dictada. Por su parte, el art .20.6 del RD 1368/1993 de 4 de agosto (que aprueba el Reglamento de Procedimiento Sancionador) señala que este último plazo se cuenta desde la iniciación (no desde la notificación de la iniciación) y vence si no hubiese recaído resolución en el plazo de seis meses. De tales preceptos se desprende en aras a la seguridad jurídica, que para que se entienda producida dicho resolución en plazo no solo ha de estar dictada dentro del mismo, sino también notificada, pues lo contrario permitiría a la Administración alargar el procedimiento simplemente no notificando la resolución dictada durante el tiempo que considerara conveniente aunque fuera infringiendo el art. 58.2 de la Ley 30/1992 que obliga a realizar las notificaciones en el plazo de 10 días. Así lo ha entendido el legislador estableciéndolo de forma expresa la reforma realizada del art. 44.1 de la Ley 30/1992, por la Ley 4/1999.
…..
En consonancia con tal doctrina, se ha entendido que la caducidad puede ser apreciada de oficio por las autoridades judiciales y administrativas, aunque no haya sido solicitada por los intervinientes en el proceso (STS VI de 29 de mayo de 1980), pues la estimación, aún de oficio, de la caducidad de una acción sancionatoria no rompe el principio de alegación de parte ni tampoco el de congruencia, constituyendo una de las posibilidades indiscutidas de la actuación que se ofrece a los tribunales” (STS III de 2 de julio de 1997).
“En resumidas cuentas, hay que reconocer que es unánime la doctrina en la jurisprudencia en estimar que la caducidad opera de manera automática y es apreciable de oficio en cuanto es indicativa de la inactividad administrativa no imputable al administrado” (STSJ Murcia de 27 de octubre de 2001).
“Por tanto la resolución se dictó cuando el expediente ya había caducado por lo que debió limitarse a declarar la caducidad del expediente y su archivo, sin perjuicio de la eventual incoación de otro en tanto no se hallare prescrita la infracción” (STSJ País Vasco de 26 de noviembre de 2001)
“En cuanto a los efectos de la caducidad esta Sala viene manteniendo reiteradamente que son los previstos en el art. 43.4 de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre y 20.6 del RD 1368/93, esto es la declaración de tal caducidad y el archivo de las actuaciones, sin distinción de sanciones u otras medidas restitutorias del caso de los procedimientos de ejercicio de la potestad sancionadora, pues la Ley es clara, sin perjuicio de que la Administración pueda volver a iniciar nuevamente el expediente a cuyos efectos el procedimiento caducado no interrumpe el plazo de prescripción de la infracción de conformidad con lo establecido en el art. 92.3 de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre.
“Esta Sala entiende que no debe modificar su anterior doctrina en vista de la sentencia del Tribunal Supremo de 24 de abril de 1999 pues la misma no interpreta ni fija doctrina a propósito del art. 43.4 de la Ley 30/1992, de 26 de noviembre que es el precepto que la Sala aplica junto con el art. 20.6 del Decreto 1368/93. Y así lo ha señalado ya en varias ocasiones” (STSJ Castilla-La Mancha de 8 de noviembre de 2002)
“Ahora bien al declarar la caducidad la Administración ha de ordenar el archivo de las actuaciones (art. 43.4 de la Ley 30/1992 en su redacción originaria; y art. 44.2 de la misma Ley en la redacción ahora vigente), lo cual, rectamente entendido conporta:
…..
c) Que no cabe, en cambio, que en el nuevo procedimiento surtan efecto las actuaciones propias del primero, esto es, las surgidas y documentadas en este a raíz de su incoación para constatar la realidad de lo acontecido, la persona o personas responsables de ello, el cargo o cargos imputables como el contenido, alcance o efecto de la responsabilidad pues entonces no se daría cumplimiento al mandato legal de archivo de las actuaciones del procedimiento caducado” (STS III de 24 de febrero de 2004)
La caducidad procedimental tiene, en el orden civil, efectos equivalentes a la nulidad radical o absoluta que, a su vez, equivale a la nulidad de pleno derecho del ordenamiento administrativo. Por eso, el Sr. Manresa utiliza la misma expresión -“extinguidas de derecho”- que utilizó en el art. 1375 LECiv 1881 para referirse a la más severa de las nulidades civiles: la de la retroacción de la quiebra. Y, por eso, la jurisprudencia civil equipara inexistencia y nulidad absoluta (SSTS I de 17 de julio de 2003 y 14 de febrero de 2006, entre muchas otras).
Pero, a los efectos exclusivos de lo que nos interesa ahora, es evidente que un proceso extinguido, ex origine, “de forma automática”, “ope legis”, “de oficio”, “carente de todo efecto jurídico”, “en virtud de un término esencial” no ofrece la “necesaria cobertura jurídica” a las actuaciones administrativas materiales que -en perjuicio simultaneo de la Administración (no interesada en que corra el término de la prescripción inútilmente) y del administrado- se empeñen en proseguir y mantener los órganos administrativos y, por lo tanto, incide en el régimen de una vía de hecho.
Vía de hecho que da lugar al régimen especial de medidas cautelares, reflejado en el art.136.1 LJCA, según el cual: “la medida cautelar se adoptará salvo que se aprecie con evidencia que no se dan las situaciones previstas en dichos artículos -29 y 30 LJCA- o la medida ocasione una perturbación grave de los intereses generales o de tercero, que el juez ponderará en forma circunstanciada”.
C) La preservación de los intereses generales o de los intereses particulares de un tercero.
La ley ordena al Tribunal que “valore de forma circunstanciada todos los intereses en conflicto” (art.130.1 LJCA). Y, de acuerdo con el art.130.2 LJCA, ni siquiera cuando la medida cautelar solicitada supere el escrutinio al que nos hemos referido en los dos subapartados anteriores, podrá otorgarse, si “de la medida cautelar pudiera seguirse perturbación grave de los intereses generales o particulares de tercero y que el…Tribunal ponderará en forma circunstanciada”
En estos términos, cuando se refiere a un “interés general”, no se refiere la ley al interés de la Administración pública -lo que quebrantaría el deber de neutralidad del Tribunal- sino a aquellos intereses comunes o generales que -como los de los terceros que no son parte en el recurso- se encuentran por encima del objeto concreto del proceso, de los que el Tribunal es custodio directo, como delegado de la soberanía del pueblo español.
La jurisprudencia nos explica como opera esta supervisión, bien es cierto que mezclando su doctrina con elementos de la Ley de 1956 que deben depurarse, como hemos dicho en el subapartado A):
- Ha de efectuarse, en primer lugar, una previa ponderación de los intereses concurrentes en la ejecución de la disposición o acto impugnado, teniendo en cuenta el interés general, de un lado y, de otro, el interés privado del recurrente en la suspensión (ATS III de 2 de marzo de 1999 y STS III de 12 de marzo del 2002). De la siguiente forma:
“Cuando las exigencias de ejecución que el interés público presente sean reducidas, bastaran perjuicios de escasa entidad para provocar la suspensión y, por el contrario, cuando aquellas exigencias sean de gran intensidad, solo perjuicios de muy elevada consideración podrán determinar la suspensión de la ejecución” (SSTS III de 10 y 13 de enero de 1997)
“Esta Sala ha declarado incansablemente (SS de 22 de noviembre de 1993, 23 de septiembre, 23 de octubre y 25 de noviembre de 1995; el 17 de febrero, 27 de julio, 28 de septiembre y 30 de diciembre de 1996; 20 de enero de 1997, 28 de febrero y 4 de abril de 1998; 8 de noviembre y 27 de diciembre de 1999 y 17 de marzo de 2001)que la adopción de medidas cautelares y concretamente la tradicional de suspensión de la ejecutividad de los actos de la Administración, requiere que se efectúe en cada caso concreto un juicio de ponderación entre los intereses contrapuestos (público y privado) para decantarse por aquel que resulte más digno de protección, lo que no ha hecho la Sala de instancia en la resolución recurrida, al limitarse a proclamar la prioridad de los intereses públicos sobre los particulares y el principio general de ejecutividad de los actos administrativos.” (STS III de 12 de diciembre de 2001).
Quedan, pues justificados los postulados que figuraban en el encabezamiento.
D) Inoperatividad del principio general periculum in mora.
Llegados a este punto, cabe preguntarse porque no hemos hablado del periculum in mora -junto con el fumus boni iuris, un principio básico, al menos hasta ahora, en la concesión de las medidas cautelares-. La respuesta, probablemente, puede sorprender: porque no lo consideramos aplicable en la tutela judicial normalizada que rige hoy el sistema de medidas cautelares.
El principio periculum in mora se acuñó jurísprudencialmente en interpretación del art.1428 LECiv. 1881.
Pero, en esta materia es muy diferente el ordenamiento civil del administrativo y totalmente distinta la Ley de 1881 de las modernas leyes rituarias, por las siguientes razones:
1.- El ordenamiento civil protege la posesión de las cosas y el disfrute de los derechos (arts.430, 431 y 446 LECiv.)que, a tal efecto se rigen por sus propias medidas defensivas de tipo interdictal, en ejercicio, precisamente, de esas normas de derecho sustantivo, en las que no opera el principio periculum in mora.
Por eso en el orden civil el principio rector es el mantenimiento del statu quo, en virtud de medidas de derecho sustantivo. Por tanto, las medidas cautelares que vienen a cambiar ese statu quo de derecho material tenían que ser, por fuerza, excepcionales y venir justificadas con un particular dramatismo.
En el derecho administrativo, los actos de la Administración vienen, frecuentemente, a cambiar el statu quo y, en cuanto se acepte como aplicable el principio de neutralidad, el juez se ve obligado a realizar, casuísticamente, una labor de conciliación de intereses que minimice los perjuicios que puedan sufrir ambas partes, de la forma expuesta en el apartado C anterior.
2.- La ley rituaria de 1881 consideraba excepcional cualquier resolución que afectara a la ejecución y que no dimanara de una sentencia firme. En realidad, esa es la opinión que compartimos la mayor parte de los operadores jurídicos: nos parece anormal -o, al menos, sumamente peligroso- que un demandante, que puede ser insolvente, ejecute una sentencia no definitiva, sin garantía alguna, y se lleve al dinero a casa, con la eventualidad de que no lo devuelva, si los recursos entablados le son adversos.
Pero el pueblo español tiene otra opinión. Y, lo que es más importante, otra voluntad, legalmente expresada. Y, por eso, el caso inconcebible del que acabamos de hablar, se produce en España cientos de veces cada día, de acuerdo con la nueva LECiv.
El principio que rige el nuevo sistema deriva de la doctrina del Caso Factortame y entiende que “justicia lenta no es justicia” y, como no puede hacerse rápida, se acude a las medidas cautelares, en las que la aplicación concreta del principio es muy sencilla: nadie puede aprovecharse del proceso para mantener la situación que el proceso ha de corregir. El que parece que debe no puede aprovecharse del recurso, para no pagar; la Administración pública no puede aprovecharse de la ejecutividad de sus actos para maltratar al administrado. Y, ese nuevo espíritu esta muy claro y es completamente diferente del anterior.
Por eso, el principio de periculum in mora, desarrollado en la ejecución del ordenamiento preconstitucional, no es aplicable a este nuevo ordenamiento y ha venido a ser sustituido por el que hemos llamado sistema de conciliación de intereses. Y en virtud de ese principio se suspenden, por ejemplo, la gran mayoría de actos de sanción y liquidaciones tributarias, con el solo requisito de que el recurrente afiance el resultado económico del proceso, para el caso de ser derrotado en el recurso.
Cierto es que se ha llegado a expresar una teoría de las medidas cautelares contencioso-administrativas, basada, exclusivamente, en el periculum in mora, para los supuestos del art.130 LJCA y en el fumus boni iuris, para los casos del art.136.
Pero esta teoría de la profesora Chinchilla Marín -publicada en Cuadernos y Estudios de Derecho Judicial- se basa en algunas resoluciones anteriores a 1998, apoyadas en la Ley de 1956 y que expresan, además, la duda sobre la permanencia de esa doctrina y, desde luego, sin tener en cuenta la normativa comunitaria a tal efecto, ni la constitucional.
En cualquier caso, lo que la profesora Chinchilla considera periculum in mora, nosotros lo consideramos conciliación de intereses y lo que ella defiende se apoya, precisamente, en las mismas resoluciones de la Sala III del Tribunal Supremo que hemos citado en el anterior apartado C.
(De una demanda incidental de solicitud de medidas cautelares. Año 2007).