A pesar de que los diccionarios parecen reservar la ética a los filósofos y la moral a los científicos, la ética no es sino el conjunto de razones que nos son propias, por las que realizamos nuestros actos. Desgraciadamente, sabemos que constituye practica consagrada reservar la razón para lo nimio; en ello consiste la “racionalidad instrumental del mundo administrado” a que se refería Adorno . Sin embargo, todas las practicas sociales justificadas -como lo es la de administrar justicia- la exigen.
Partiendo de ello, es preciso conceder que, aunque a veces, parezca, también, lo contrario, los Estados de derecho, que responden al criterio de primacía de la Ley, no han surgido, porque, de pronto, les haya asaltado el irresistible prurito de fabricar leyes; sino porque sus ciudadanos no desean verse sometidos a la voluntad soberana de uno de ellos; sea éste político, magistrado, funcionario o particular. Por esa misma razón, los jueces no se han visto nombrados porque una larga vida de trabajo les haya granjeado el afecto y respeto de sus conciudadanos, hasta el punto de hacerles creer que su criterio, es infalible, o, al menos, conspicuo. En muchos casos, cuando los jueces accedieron a la judicatura, en su tierna juventud, carecían de experiencia alguna y de predicamento especial entre sus conciudadanos. Lo que les ha permitido desempeñar el cargo ha sido una oposición, cuya función era, precisamente, acreditar el conocimiento de las leyes que –se daba por descontado- debían cumplir y hacer cumplir.
(De Escrito de Impugnación de Sentencia. Año 2005).